Roberto despierta, gracias a la lectura del diario de Ana, a un mundo muy diferente al suyo. Es joven y al igual que ella, no comprende los motivos por los que los mayores juzgan al ser humano en función de su procedencia. Todos deberíamos de ser iguales y solo juzgados si cometiéramos algún acto delictivo, y no por nuestras creencias religiosas, políticas o de color de piel. Tal vez la inocencia de la adolescencia debería perdurar un poco más. Tal vez hasta que nos muramos de viejos.
Los gatos no tienen mucho protagonismo en esta novela. Gabriela es la dueña de la casa en la que Roberto y su madre van a pasar el verano mientras ella se va a Italia. Con ellos deja a sus dos gatos y las instrucciones para la comida.
Como se les olvida preguntarle sus nombres, pues se los inventan: al gato blanco le llamarán Jan-Vincent y a la gata negra con un lunar blanco en la pata izquierda, Saskia.
Algo curioso que se le ocurre a Roberto y me ha hecho gracia, es preguntarse qué pensarán los gatos de ellos, hablando en otro idioma; si les entenderán o les dará lo mismo.
En la vida real, supongo que podrían haber llamado a la mujer en cuestión y preguntarle cómo se llamaban sus gatos. Por otro lado, ¿quién deja dos gatos al cuidado de unos desconocidos y no se preocupa de telefonear, al menos una vez a la semana, para saber cómo están? Bueno, es ficción, no voy a darle más vueltas.
En esta novela, las bicicletas blancas tienen un significado que me gustaría descubrieras por ti mismo.
Aunque se trata de una novela para adolescentes, los mayores la vamos a disfrutar de igual modo. Conoceremos de boca de Roberto, las diferentes ciudades de Holanda y sus costumbres, las relaciones entre adolescentes y progenitores, los acontecimientos que, de forma inesperada, "obligan" a los jóvenes a madurar antes de tiempo.